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LAS CEREMONIAS DEL DESEO

Jorge Esquinca

I. Después del diluvio. De acuerdo con algunos de sus críticos, la obra pictórica de Roberto

Márquez  da comienzo con el cuadro que lleva este título, pintado en 1984, a sus veinticinco años, poco antes de su partida a los Estados Unidos. Una ventana entreabierta en el rincón de una habitación vacía, luz en descenso, un puñal en el suelo. Sin embargo su relación con el dibujo, la acuarela y la escultura data de fechas más tempranas. Por aquellos años, de manera paralela a sus estudios en el campo de la plástica, Roberto había cultivado dos pasiones: la poesía y la música. Lo recuerdo interpretando al piano, de oído, algunas piezas nada fáciles de Keith Jarret  o escribiendo poemas 'en los que se notaban sus lecturas de Borges, Paz y Baudelaire. Ambas disciplinas música, poesía lo han acompañado siempre y han contribuido de manera decisiva a la creación de un mundo tan personal que al encarnar en la pintura se convierte en el reflejo vital de sus afinidades electivas.

Después del diluvio toma su título del poema inicial de las iluminaciones, de Arthur Rimbaud. Un texto en el que se relata el reposo de la "idea" del Diluvio y la serie de sucesos que, sin aparente relación en el tiempo y en el espacio, concurren. Son a la vez el fin y el comienzo de algo que está más allá de nuestro alcance. Lo que persiste, lo que se materializa en las palabras del poema o en la imagen que muestra la pintura es algo fundamental mente distinto. En el poema de Rimbaud es una liebre -y no la bíblica paloma- quien se convierte en el heraldo de la alianza. En el cuadro de Márquez, la luz ilumina un cuchillo en aparente reposo. La nueva alianza con el Creador implica aquí un peligro latente, una nueva amenaza. Desde entonces, la pintura de Márquez  se ha convertido en la meticulosa descripción de un suceso en el que las fronteras quedan abolidas. Una ceremonia en la que el mundo parece girar en torno a un orden simb6lico, establecido de antemano por el arbitrio del pintor que, como un director de escena, elige la hora y el sitio, dispone el decorado, distribuye los papeles, hace nacer a los personajes y les oculta, al final, el argumento de la obra. Algo semejante ocurre en las últimas líneas del poema de Rimbaud: "y la Reina, la Bruja que alumbra su brasa en la olla de barro’ nunca querrá contarnos lo que ella sabe y nosotros ignoramos.

2. Las pinturas que componen Relación de una ausencia son posteriores a este cuadro inicial. Márquez, que estudió arquitectura en Guadalajara, las pint6 viviendo ya fuera de del país. Aunque nunca ejerci6 la profesi6n, Roberto ha mantenido un largo dialogo con el arte de Palladio y Barragán. Sus influencias en este ámbito se han acentuado con los años, reflejan el espectro de sus viajes y una honda nostalgia por la arquitectura -Ia geometría, los volúmenes, el color, las texturas- de México. No dejan de ser significativos los espacios que enmarcan algunos de sus autorretratos: muy joven, aparece vestido sólo con unos calzoncillos rayados, luego con camisas de colores chillantes, sacos ajedrezados y corbatas bizarras cuyo diseño establece un vestuario que rara vez abandonara para caracterizarse: un presidiario, un clown, un bufón, un mago de feria que realiza una suerte mágica o reflexiona frente a una estructura. Las figuras que en ocasiones lo acompañan son personajes, el mismo se vuelve personaje: elogio, guiño y transposición de obras e instantes predilectos, Arlequín y Colombina, la Commedia dell'arte, la Opera, el arte sacro y los retablos populares, el circo nómada de la provincia mexicana, la tauromaquia vuelta ilustración...

AI fondo, sobre muros en los que se abren insólitos vanos, se inscriben dibujos infantiles, rayones y palabras. Estas últimas volverán, una y otra vez, a lo largo de su obra. Vistas así, las pinturas de Márquez  ponen en entredicho lo que miramos. Algo falta en ellas, algo que está más allá de la pintura y que sólo puede ser visible a través de estas pinturas. ¿Melancolía? Buena parte de la obra de Márquez, aún la más poblada de color, representa este sentimiento, esta tristeza inexplicable, dicta una especie de íntimo responso al ángel de Durero cuyas alas cobijan cada una de sus pinceladas.

3. Hay una sensación de extrañeza ante la cualidad estatuaria de las figuras en la pintura de Roberto Márquez. EI claustro, la plaza, la habitaci6n que es una jaula o un templo y el vasto paisaje que se despliega en sus obras más recientes no son sino escenarios que resaltan la inmovilidad de las figuras que los habitan. ¿Los habitan? Nada se mueve en ellos: las mujeres levitantes -un motivo recurrente en su pintura- están suspendidas en su ascensión, el hombre montado sobre un árbol en llamas jamás dejará la rama ardiente en que cabalga, la mujer desnuda que baja o sube una escalera es la negación misma del movimiento, la muchacha de pie sobre una silla es la prolongación inmóvil de la silla, aun el hombre que vuela, sobre la ruta de Damasco, suspendido sobre un cielo de tormenta, abre inútilmente sus brazos... La inmovilidad como la más primigenia, la más elemental, la más infantil actitud frente al peligro. Toros, perros, osos, tigres encarnan en su pintura la continuidad de la amenaza. A veces una muchacha los conjura con un gesto, a la manera del torero o el mago. Sin embargo, la mayor parte de estos cuadros revelan la inexplicable supremacía del ominoso animal. En uno de ellos, uno de sus numerosos autorretratos, Márquez  yace sobre el suelo y parece mirar impávido al espectador mientras un perro enorme Ie atenaza la garganta. Otros dos óleos, pintados en el mismo ario (1993) muestran a una muchacha sobre una cama hecha de barrotes -el fondo de mosaicos en ambos cuadros configura un ajedrez que hace pensar en un tablero infinito, pero también en una prisión-. En una de estas pinturas la cama, cabalgadura insólita, se levanta, como si quisiera arrojarla de un nunca apacible sueño: en la otra, la cama es hoguera y dragón, arroja llamas, lenguas de fuego que circundan a la desnuda, expuesta, casi víctima de un poder inconfesable.

4. Esta sensaci6n de inmovilidad se enfatiza y adquiere nuevos matices en una serie de obras que se agrupan aquí con el tema del invierno. Se trata del frío invierno de su voluntario exilio en Nueva York. (Tal vez Márquez. buen lector de poesía, recordó al pintarlas algunos poemas de Xavier Villaurrutia en los que un paisaje nevado es la mejor expresión de la muerte. La muerte misma como una de las formas más acabadas de la quietud.) Dos cuadros, ambos pintados en 1997, implican esta temática: sobre un fondo gélido de nieve un hombre yace boca abajo con los brazos extendidos. Vemos huellas de pies descalzos, un par de botas mineras y en el horizonte se trasluce un aviso "just kidding", que invita a mirarlo todo como si se tratara de una simple broma. Sin embargo, el título de este cuadro, In Manus Tuas, nos devuelve a un sentimiento sacro. En la otra pintura quien yace es una mujer desnuda boca arriba, rodeada por las páginas de un libro, circundada por huellas de pies y bajo los trazos de una escritura en espejo: "Eternal rest grant them, 0 Lord / And let perpetual light shine upon them". Son versos de un himno fúnebre, una plegaria por el eterno descanso de estas figuras, ¿de estas almas? Sobre ellas, fijos copos, puntos de nieve detenidos en la inmovilidad de la pintura.

5. Plurivalente, la muchacha se prodiga en la iconografía de Márquez  dentro de los más diversos contextos. Aunque pareciera pintar siempre a la misma, con una obsesión semejante a la de Balthus -un pintor con una vocación de artista marginal a las principales corrientes del arte de su época-, a quien Roberto admiró desde sus inicios. Y obsesión, en los dos pintores, debe entenderse como un inalcanzable anhelo, una tentativa de perfección.

Ella aparece desnuda o vestida apenas o tatuada con versos escritos directamente sobre su piel. Es, aunque la pinte abierta, una flor secreta, una suerte de santa perversa, un enigma. Depositaria de un misterio inefable, se toca el vientre, muestra los muslos y abre los pechos para que de su entraña salten pájaros. Enigma que encierra nuevas perplejidades: es la surtidora de asombros y, de nuevo, una amenaza. La muchacha: materialización de su propio instante fugaz, musa intocable y cuerpo tangible en las ceremonias del deseo. Roberto Márquez, en sus cuadros más recientes, la pinta en sus metamorfosis. Tigresa, cebra o serpiente. "La figura animal -escribe CG Jung en su Simbología del espíritu- denota, precisamente, que el contenido y las funciones de que se trata se encuentran todavía en un campo extrahumano, es decir, fuera de la conciencia humana y por lo tanto forman parte, por un lado, de lo demoníaco sobrehumano, y por el otro, de lo animal infrahumano." Devoción y profanación, realidad y deseo se alternan o. mejor dicho, se entremezclan en la obra de Roberto. Es esta muchacha la que ha de faltar siempre en aquel cuadro, en aquella escena del cuchillo necesariamente ambiguo, donde la luz del ocaso es también la luz del día primero.

 

Published in the catalog of the exhibition “Relación de una ausencia”  2004 Museo de las Artes, Universidad de Guadalajara 

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